Reflexión Tercer Domingo de Pascua
“Apacienta mis ovejas”
Habiendo resucitado, Jesús aparece de nuevo, esta vez en el lago de Tiberíades. Juan (21, 1-19) nos narra la escena. “Estaban juntos Simón Pedro, Tomás (llamado el Gemelo), Natanael (el de Caná de Galilea), los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos”. Pedro anunció que se iba a pescar. Los demás respondieron: “También nosotros vamos contigo”. ¿Qué sucedió con ellos después que el Hijo de Dios murió injustamente en una cruz? ¿Abandonaron el proyecto en el que se habían involucrado, siguiendo la propuesta y carisma de Jesús, para volver a la vida que tenían antes de conocer al Maestro?
El relato parece sugerir que transcurrió un tiempo, que no podemos precisar, entre  la crucifixión y la confirmación de la resurrección a través de las apariciones. Eso permite entender que, a pesar de la tristeza y el desaliento, a causa de la muerte de Jesús, la vida sigue y hay que afrontarla como viene. Posiblemente esas son las circunstancias en las que están siete de los seguidores del Maestro en Galilea. Estas personas que anteriormente se habían dedicado a la pesca como modo de vida, retoman sus actividades ocupándose en lo que saben hacer. Pero no es un retroceso al mundo anterior, porque la vida, en su dinamismo, no se devuelve. En el fondo, se trata de buscar la forma de salir adelante, a pesar de todo.
Embarcarse, entonces, significa aquí retomar el rumbo de las cosas. Pero, de nuevo Jesús irrumpe en la vida de esas personas, igual que lo hizo tiempo atrás. Así, al amanecer se acercó a la orilla, preguntándoles, “¿han pescado algo?” Como suele suceder en los relatos de las apariciones, al inicio los discípulos no lo identifican. Sin embargo, dado que no habían conseguido pescar, atienden su recomendación de intentar en otro lugar que Él les especifica. Al obtener una pesca abundante, es el discípulo amado quien logra reconocerlo. Por eso le dice a Pedro: “Es el Señor”.
La escena recrea lo que vivieron junto a Jesús durante su ministerio público, solo que ahora ya resucitado. De tal modo que, cuando llegaron a la orilla, “vieron unas brasas y sobre ellas un pescado y pan”, preparados por Él mismo. No bastando con eso, les dijo, además: “Traigan algunos pescados de los que acaban de pescar”. Invitándoles a almorzar, “Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio y también el pescado”. ¿Acaso no resulta familiar este gesto?
Efectivamente, la comensalidad como núcleo generador para compartir en hermandad la abundancia de la vida, es un signo característico del Reino. Por eso, como en Emaús, resulta inevitable reconocer a Jesús en la fracción del pan. Ese mismo gesto se renueva cada vez que litúrgicamente celebramos la eucaristía; o cuando, en lo cotidiano de la vida, partimos lo que tenemos para repartirlo a quienes lo necesitan. En todas esas acciones se confirma que Jesús está vivo.
Después de comer, porque hay necesidades prioritarias en la vida, Jesús les confirma en la misión. En la persona de Pedro, el Maestro invita a toda la comunidad a seguirle, realizando la tarea que orientó su paso por este mundo. “Apacienta mis ovejas”, le dice en tres ocasiones, como para que no olvidemos a lo que hemos venido. Nada es más urgente, para la comunidad de fe, que cuidar a todo ser humano que busca a Dios con sincero corazón. En particular, a quienes por el peso de la injusticia, ven lesionado su derecho a vivir con dignidad.
Fray Carlos Irías, OP
Back to Top